Estos últimos días todo tiene un punto surrealista. Tengo la sensación de estar en una peli de catástrofes, una de esas que yo nunca vería voluntariamente. Y, sin embargo, quiero ser optimista.
Cuando empezó lo del coronavirus, la verdad es que no le di mucha importancia. China me quedaba tan lejos. Las medidas para detener la epidemia me parecían tan desproporcionadas. Si de vez en cuando me llegaba alguna noticia, refunfuñaba, ¿no dicen que no es mucho más grave que una gripe? Qué ganas de alarmarnos.
A principios de mes en un encuentro de traductores, hablando con una compañera de Bérgamo, me quedé helada. En el norte de Italia las escuelas, los bares, las tiendas llevaban días cerrados. Todo el que podía debía quedarse en casa. Habían llegado días de incertidumbre, días eternos.
Poco después me anularon una traducción, una audioguía para un museo de arte. Era un proyecto con el que habría estado ocupada varias semanas (y con el que habría ganado un buen dinero). Caramba, pensé, la crisis del coronavirus ha acabado tocándome. No hace mucho de eso y ahora mismo en el mundillo de la traducción y la interpretación no conozco a nadie que no esté afectado por la crisis de una forma u otra.
A los pocos días me llamaron de casa. Mis sobrinos, mi cuñado, mis padres, todos tenían que quedarse en casa. Las escuelas, los bares, las tiendas estaban cerrados. Se acercaban días de incertidumbre, días eternos. La operación de rodilla de mi hermana había quedado aplazada sin fecha. Aun así seguiría abriendo la farmacia todos los días. De repente me di cuenta. Este año los abuelos no van a estar por Semana Santa. Si ahora les pasara algo a mis padres, no podría coger el primer avión y plantarme allí en dos horas. Al pensarlo, se me hace un nudo en el estómago. Dentro de nada, en ese momento lo vi clarísimo, en Alemania estaremos igual.
Estos últimos días todo tiene un punto surrealista. Y, sin embargo, yo quiero ser optimista. Me obligo a no pensar en cómo podrían llegar a ponerse las cosas y concentrarme en cómo están ahora. He decidido ser optimista. Quiero verle algo bueno a todo esto.
Las traducciones anuladas, los congresos aplazados, las ferias canceladas nos dejan espacio para otras cosas. Son una oportunidad para tirar adelante otros proyectos que hace tiempo que teníamos pendientes (¿la página web?, ¿el blog?), para seguir formándonos (en línea, evidentemente), para estar más en contacto con colegas (por teléfono, WhatsApp, en las redes...).
Quiero ser optimista y convertirlo en una oportunidad para disfrutar a los de casa, ocupar estos días insólitos con tardes de juegos de mesa y noches de sofá y manta. Con ratos jugando en el jardín o echándonos una siesta en la hamaca. Estos días hace sol y eso siempre me anima. Estamos todos bien. Soy muy afortunada y lo sé. Tengo que valorarlo. Valorarlo muchísimo.
Ya sé que no va a ser fácil. Van a venir días de incertidumbre, días eternos. Me tocará levantarme de madrugada si quiero trabajar unas horas en silencio. Y, en nuestro caso, la escuela en casa nos representará un triple reto. Cuando el padre de las peques empiece a teletrabajar, tendremos que organizarnos aún mejor y cargarnos de aún más paciencia. Y, sin embargo, estoy decidida a ser optimista. Quiero verle algo bueno a todo esto.